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Cuentos La Escritora proyectos

Un cuento: Fugaz

¡Huyes! Lo haces todo el tiempo.

Cerca de las ocho de la mañana, un policía regordete con su uniforme azul zenit, té persigue. Su caminar es apresurado; tan despiadado como el gélido golpe del amanecer sin cobijo. En sincronía al escape, el crujido suspendido y desgarrador que adolecen tus tripas, que a lo largo del día suenan como explosiones de una guerra sin tregua. Aquellos niños mugrosos y pobres con los que corres, también huyen.

El paneo desdeñoso de aquellos callejones ochenteros de Nueva York, sombríos y abandonados, que con lamentos de inframundo reclaman un lugar; persisten ante la depresión económica y se aferran a existir en un eterno e injusto ahora.

Tras la intensa y fatigante persecución, tu cuerpo cede al choque adrenalínico; tu agitada respiración delata el miedo; te rindes ante el acorralamiento y tus fuerzas de flaqueza emergen a través del gruñido apretado de tus dientes amarillos; afrontas firme la situación e izas tus dos puños con estrepitosa fuerza a media asta corporal. El policía observa morboso. Y todo cuanto existe se permea de un aura tornasol muy quieta, pero maquiavélica. Entonces lo inevitable: sueltas un gran puñetazo cargado con siete años de ira acumulada; uno de aquellos niños con los que juegas a no ser atrapada recibe tu despiadada furia; sin duda es menos dolorosa que la inquisidora calle.

Te llevan a donde el olvido se olvida, pues el protagonismo es de las olvidadas.Los días ahí transcurren en la misma dinámica: cantas y bailas con tus compañeras rotas y desaliñadas, mientras friegan pisos de madera color Ivory e imaginan que son bailarinas de Broadway; vestidas con faldas cortas de flequillos y plumas blancas; sus piernas torneadas incitan a través de las mallas caladas; labios rojos que despiertan pasión y collares de diamantes que hacen juego con los destellos de las constelaciones.

¡Imaginas demasiado, con tal de respirar!

Tu lugar favorito, con el sofá hundido y desgastado color camello, situado en el oasis central de la gran casa esmeralda, cuyas puertas carecen de quicio; desequilibradas y pintadas de esperanza persiguiendo el bienestar; facultades combinadas con sus habitantes.

Todas las tardes después de haber recibido tu última porción de alimentos, recibes también el comprimido suave: pacífica su ingestión; eleva tu espíritu y te deleitas con los sabores del alma que se añejan; psicótico que embriaga tu dolor. Los colores tenues de la vida se disuelven en el éter de tu conciencia expirada. ¡Te elevas como la musa de la nada!

Contemplas la caída del sol a través de los ventanales resguardados, como aquellas medias negras caladas, mientras caminas al singular sillón. Te sientas y observas a tu alrededor, la misma cinta de ayer y de hace tres años; mujeres que olvidan su valor, en procesos que comienzan y finalizan sin vincularse con el siguiente. Ni un minuto más, ni un minuto menos: perdidas en la rutina perfecta.

¡Estas ahí!

Permaneces callada y quieta, muy atenta mirando la pantalla grisácea y convexa, que con luz proyecta la dimensión multicolor del filme que ves más allá del todo; sin duda no seleccionas nada al azar.  Se acerca a ti una cordial señora, con una cofia diferente como la recuerdas en otro tiempo en el que cocinabas. Tan cálida y chispeante al hablar, como su piel tostada.

—¿Todo bien, querida?—pregunta.

Apagas el televisor y suspiras.

—¡Querida, no has visto la película completa!— vuelve a expresar.

Y desde tus cuerdas vocales rasposas, respondes:

—Annie, soy Annie “la huérfana” —

 

¡Finges muy bien!

Te inventas una realidad con extractos de ficción. Fragmentos de ilusión intactos en tu psique; día con día se quiebra vértebra por vertebra la cordura y la voluntad.

Hoy decides ser: “Annie, ayer fuiste: “Dorothy” y mañana serás: “El Zorro”.

Demente, el amor propio que te trajo a este lugar.¡Pero tan solo huyes! pues las dos sabemos que finges, porque lúcida estas.